Agradecimiento y rubor, pese a no entender nada

Martes, 2 de junio de 2015

Me da verguenza que hablen bien de mi. Pero me gusta. ¿A quién no? Más que hablar bien, lo que me gusta es que me «expliquen», porque eso es algo que no sé hacer. Uno nunca sabe como funciona su cabeza y porque sale de ella lo que sale.

Por eso, cuando mi amigo Edu Galan me presentó en Madrid junto a mi libro «No entiendo nada», me quedé de piedra. Ruborizado y agradecido. Este es el texto. Algo no muy habitual en las presentaciones, normalmente dicharacheras y superficiales. Qué tío el Galán. Cómo se lo preparó. Y qué bien lo pasamos.



Espero que me perdonéis si me pongo algo serio. No me volverá a pasar, pero mi madre me dejó dicho de niño que me comportase así si alguna vez presentaba un libro de Andreu Buenafuente en Tipos Infames y delante de tanta gente inteligente.

Es extraño: no recuerdo la primera vez que vi a Buenafuente y, a un tiempo, recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Buenafuente. No tengo ni idea cuándo fue la primera vez que le vi en la tele y sí me acuerdo de la primera vez que le vi en persona, a través de una ventana de un hotel del centro de Barcelona, hace tres años. Andreu hablaba por el móvil, a su bola, y nosotros, mis compañeros de Mongolia, Darío Adanti, Rapa, y yo, le mirábamos desde dentro, habíamos quedado allí para que nos presentase «El libro rojo». «¿Es él?». «Sí, es él». «Che, no es él». «Bolú, es más alto en persona». «Ná, no puede ser él». Pero no importaría aquí la primera vez que vi a Buenafuente si no fuese porque después de la presentación cenamos juntos unos cuantos y, entre esos cuantos, la gran Mónica Carmona, la editora de «No entiendo nada», de Reservoir Books. Yo estaba allí cuando se conocieron Mónica y Andreu, amigos, y ahora me siento como un fan quinceañero pero en ese momento me comporté como los imbéciles que estaban allí cuando los Beatles tocaban en The Cavern y, en lugar de atender, se dedicaron a comer perritos calientes mientras ellos reinventaban «Long tall sally».

Yo sabía que Andreu tenía insomnio, que solo es una etiqueta clínica para cómo me imagino su cabeza. Ahí dentro debe de sonar, de continuo, el «tum-tum-tum-tum tum, tum, tum» del inicio de «White room» de Cream. Así me imaginaba yo, así me imagino yo, el cabolo de Andreu cada vez que me mandaba, cada vez que me manda, sus dibujos al Whatsapp por las noches. Pensaba en ese ritmo de Ginger Baker y también pensaba «qué cabrón, qué bueno es», pensaba mucho «qué cabrón», mucho más, la envidia, ya sabéis, pero también pensaba en Mónica Carmona y en Reservoir. Esto yo no se lo decía ni a Andreu, ni a Mónica, aunque ella y él ya estaban, en aquel momento, conspirando a mis espaldas para editar sus dibujos.

Hablemos de «No entiendo nada», esa serie de descargas eléctricas ilustradas que hoy presentamos. Descarga uno: un hombre se mete la mano en el corazón y se lo extirpa cantando «Jesusito de mi vida… te doy mi corazón». Descarga dos: de un culo caen personas hechas sombras y titula «Líder de opinión». Descarga tres: un monstruo de miles de ojos mira a un Andreu y él proclama «Esto debe de ser la popularidad». Se empeña este señor de mi lado en darnos zarpazos (cómicos, dramáticos, psicodélicos, surrealistas) con sus dibujos y lo consigue gracias a una extraña cualidad.

Por debajo de la aparente discontinuidad del volúmen habita, qué maravilla, un discurso de alguien que mira al mundo con plano detalle, entre la ingenuidad (y el cierto asombro que conlleva) y el recelo (y la cierta amargura que conlleva). Cada vez estoy más en contra de la ocurrencia, una cosa que premian extraordinariamente las redes sociales, y más a favor de un discurso con frases subordinadas o dibujos subordinados. Noto que este rollo igual os suena a algo de viejo pero es que yo, amigos, desde niño siempre he querido ser viejo. Cojo un ejemplo canónico del libro de Andreu: como en clase, ¡abrid todos por la página 120! Un hombre a lo Munch grita, desde la deformidad que le proporciona su aullido, porque, según escribe Andreu, se «ha quedado sin horizonte». Con él, de pronto, notas que el artefacto blanco de Buenafuente va mucho más allá de una excusa contra el insomnio. Utiliza mi maestro, el psicólogo Marino Pérez, en su tratado «La invención de los trastornos mentales» (Ed. Alianza) el concepto orteguiano de horizonte como constructor del sentido de la vida: cuando crees que llegas a él descubres otro más, y perseveras en el camino. Vivir es perseverar en el camino, siempre que encuentres un horizonte hacia el que ir. Pero cuando este horizonte desaparece, queda lo que entiende, escribe y dibuja Andreu: un grito seco, difuminado, que abrasa cualquier rasgo facial. Casi plasma Buenafuente ese grito total y sordo en el que Michael Corleone se hunde al final de «El Padrino III» con el asesinato de su hija. Nada destroza más horizontes que perder a un hijo. Cada una de las páginas de «No entiendo nada» son matrioskas a las que vamos desmontando desde significados grandes (la fama, la soledad, el amor, las clases sociales) hasta significados mínimos.

Ahora vamos a lo gordo: ¿qué cojones hace un cómico televisivo dibujando? ¿Cómo se atreve? Respondo a lo bruto: ¡porque no le quedaba más remedio! El poeta ovetense Ángel González escribió «yo no soy más que el resultado, el fruto». Repito: «yo no soy más que el resultado, el fruto». ¡La Tradición, cojones! ¿Cómo explicaríamos el humorismo español sin cómicos dibujantes? Gila, Azcona, Chumy Chúmez, tan negros de postguerra, o los actuales Miguel Noguera, Raúl Cimas, Carlos Areces, Joaquín Reyes. Y los que se me pierden por el camino. A ellos honra Andreu con su «No entiendo nada» y, además, también se honra a si mismo: sabe distinguir que para esto también vale, el muy cabrón. En el fondo, todos tratamos de lo mismo: de honrar un oficio y, con él, a los muertitos nuestros que nos precedieron y que tanto admirábamos.

Antes de cantar su versión musicada de «No sirves para nada» de José Agustín Goytisolo, Paco Ibáñez suele recordar que el poeta le advirtió una vez que no servir para nada significaba la libertad total. Andreu Buenafuente sirve para muchas cosas, entre ellas, para arrejuntar sus dibujos al calor de este magnífico libro. Ahora que le miro de cerca y no a través de una ventana de un hotel, le noto feliz porque está tan preso de sus esplendorosas servidumbres como muchos de nosotros.

Eva y Mónica, gracias, os adoro; Andreu, gracias, maestro, te adoro; gracias a todos.

La canción de la cabeza de nuestro amigo:



Edu Galán

(Fotos de Marta Malo)

No entiendo nada

Lunes, 13 de abril de 2015

Tengo un vicio (confesable) que es el de dibujar en todas partes a todas horas y en todas las condiciones posibles. No sé cuando se metió en mi cabeza esa obsesión, la verdad es que no me acuerdo muy bien. Quizás todo empezó cuando empecé a vivir solo en Barcelona en los noventa. Trabajaba en la radio y tenía bastante tiempo libre por las noches. En lugar de tirarme en el sofá y ver la tele con calma, disponía todo mi arsenal de papeles y tintas y lo hacía todo a la vez: miraba la tele y emborronaba.

Así todo el rato. Me daba bastante vergüenza enseñarlo, algo que no entiendo por qué pasa , pero pasa. Yo diría que eso viene de nuestra época escolar, donde no nos enseñan a ser libres con el trazo, a probar, a encontrar nuestra expresión sin pudor y a disfrutarlo. Demasiada teoría y poca práctica. Mucho estudio y poco juego. Pese a ese lastre yo dibujaba y dibujaba.

'No entiendo nada'
Hasta que un día, una pintora profesional, me dijo que no temiera nada, que fuera más lejos y que hiciera lo que me diera la gana, porque lo que uno hace es único y no importa la técnica sino el alma de tus dibujos. ¡Buena cosa me dijo!. Me vine arriba y el virus del arte (a mi manera) se metió en mi cabeza para siempre. Aquello fue imparable. Sentía que me enamoraba de la pintura.

Estaba deseando tener un rato para pintar. Llené libretas y carpetas, experimenté con materiales, rompí mucho y guardé bastante. Algunos amigos (pocos) se interesaban por aquella epifanía de monigotes, trazos y colores. «¿Pero tú estás bien?», me preguntaban con una cierta sorna. Yo estaba muy bien y regalaba (todavía sigo haciéndolo), algunas de las piezas que salían de mi cabeza y de mis manos. Regalar lo que pintas, creo, es una de las cosas más bonitas que puedes hacer con tu arte. Regalas una parte de ti, de tus obsesiones, de tus pensamientos más íntimos. Y eso es para siempre. Lo que regalas es lo que te va a sobrevivir. Para lo bueno y para lo malo.

'No entiendo nada'
Pasaron los años y la obsesión fue a más. La diversión iba en aumento y no había ningún motivo razonable para detenerla. Hasta que mi amigo Mikel Urmeneta, una noche memorable de 2005, me dio el empujón definitivo. Estábamos en Ibiza para una entrevista y vio todo mi arsenal. «Pero tío, ¿esto qué es? No puedes dejarlo. ¡Sigue, sigue!». Insistió mucho. Mucho. «Tus dibujos no dejan indiferente». Sonaba bien, parecía un halago. Yo creía que era una broma pero no, el hombre iba en serio y se puso muy pesado. Y, claro, si un dibujante genial y profesional, te anima de esta manera pues habrá que hacerle caso ¿no? Eso hice y el alud fue imparable. Siempre le consideraré mi padrino en este campo.

'No entiendo nada'
Hasta que hace algo más de un año conocí a los de Resevoir Books en la presentación del libro de Mongolia. Me armé de valor y les dije que «tenía cosas, muchas cosas, que a lo mejor podrían conformar un libro». Lo dije con la boca pequeña, como probando, porque aunque parezca mentira no me gusta hacer el ridículo sino es cobrando en un programa de humor. Decidieron verlo y se animaron a trabajar en el proyecto. Los editores (buenos) son esa gente con una paciencia infinita que saben animar y esperar en la proporción adecuada. Yo me propuse la tarea (como si no tuviera cosas que hacer ¿sabes?) de definir un estilo y aprovechar las noches de insomnio después del programa para armar una buena colección. Manos a la obra. Recuerdo aquellos meses como los más productivos de los últimos tiempos. Había que trabajar a escape libre, dejar que todo fluyera.

'No entiendo nada'
Así es como se hizo «No entiendo nada», el libro con el que me examino. Uno de los trabajos que más ilusión me ha hecho en los últimos tiempos. ¿Que de qué va? ¡Buf! Eso lo tendrá que decir el que lo tenga en las manos. Yo creo que va de todo y que se adentra en territorios oscuros, a veces un poco ligeros, otros más profundo. Es humor y no es humor. Va de la vida. De la muerte, del sexo, de las mentiras, de los miedos, de las esperanzas. Lo que es la vida. O como la veo yo a esa hora incierta en la que todos duermen y, curiosamente, eres más sincero que nunca contigo mismo. Son dibujos que vieron la luz cuando los focos del programa se apagaban, cuando las risas se callaban, cuando las únicas voces estaban en mi cabeza y misteriosamente, tomaron forma y se proyectaron en los papeles para siempre.

Me quedé a gusto y ahora quiero más. Nunca dibuja uno lo suficiente. Por suerte.